Todo eso, y mucho más, se cuenta en Entusiasmo sublime, ópera prima de un autor que parece sacado de su propia novela. Se llama Juan Estévez, nació en 1956 y vive en el pueblo rural Villa Soriano. Es motociclista y rockero. Y en su moto llegó la tarde que se daban los premios literarios del MEC, los más prestigiosos del país, en la sala Hugo Balzo del Sodre. Iba de jean, campera de cuero y una remera de Led Zeppelin. Había presentado el manuscrito de la novela un par de meses antes y tenía mucha ansiedad. Creía en su sueño. Lo llamaron por teléfono para darle la noticia. Que se viniera para Montevideo. Llegó cuando ya había empezado la entrega de premios. Llegó unos minutos antes de que dijeran "Primer premio en narrativa inédita, Juan Estévez, por Entusiasmo sublime".
Juan no es Iván. Se sabe. La novela es ficción pura. Lo asegura, cuando se lo preguntan, el propio autor, el motociclista. Aunque hay tanta verdad adentro de ese relato que es difícil creer que el viaje que empieza Iván cruzando el puente, una madrugada de 1976, no sea uno más de los innumerables viajes que ha hecho el propio Juan, un buscavidas de esos capaces de escribir una novela que es un puñetazo al estómago para lectores distraídos, y que se suma a esa sucesión de excelentes narradores que no son de la capital y que saben de márgenes y de relatos ásperos y llenos de vida. Por eso, no llama la atención que el que apadrine la edición de Estuario, desde la contratapa, sea nada menos que Henry Trujillo, que asegura, y hay que creerle, que "la historia de Entusiasmo sublime es la historia del empecinamiento frente a la desesperanza y es el relato de la lucha contra la propia claudicación, quizás la peor de todas las derrotas".
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A la hora de entrevistar a Juan Estévez se superponen varias posibles preguntas. Sobre el carácter tardío de la novela y la necesidad vital de su escritura. Sobre cómo la fue escribiendo. Sobre cuánto tiene en común la escritura con un viaje largo, de esos que se manda en la moto, ante la evidencia de que escribir es también un ajuste de cuentas con la memoria. Y salen más preguntas, entre ellas una sobre el orgullo proleta que está presente en Entusiasmo sublime, similar al de las novelas de Trujillo y los relatos de González Bertolino. Lo cierto es que se las hago todas, un poco apurado, y le hago también la inevitable, la que cada lector de la novela llevará siempre como una duda ancestral: qué fue realmente del afiche de Kropotkin. Y hace muy bien Estévez en contestarlas todas, menos esa, la última que le hago, porque tiene la claridad de saber que el misterio, ante todo, es imprescindible en el duro viaje de la literatura. Se largó, entonces, con un monólogo y varios desvíos. Ideal para conocer un poco más sobre Juan Estévez, el autor de una novela que hay que leer, una de las sorpresas editoriales de este año, llamada Entusiasmo sublime.
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Al escuchar la historia de Juan se entiende todo. Absolutamente. Y así como sabe contarse sí mismo y a la aventura de su novela, ese es también el tono en el que transcurren las páginas de Entusiasmo sublime y la historia de Iván. Le pregunto entonces por sus tres hijos. Le pregunto si ellos leyeron la novela, e insisto también con los viajes que hace en la Vulcan 900. Acelera nuevamente el relato.
Juan Estévez, segunda parte: ¿Mis hijos? Leandro, que está por cumplir 28, es violero de jazz. Da clases en la escuela Jazz a la Calle, toca, toma clases en la recientemente inaugurada UTEC de Mercedes. Vive ahí. Lautaro, de 24, anda en la música electrónica. Compone prolíficamente. Estudió producción musical en la ORT. Es autodidacta. Braulio, 23, es cajero de una filial de las farmacias San Roque en Mercedes. Es eso, cerveza y mujeres. Jugó al rugby... De la novela no hemos hablado mucho. Lautaro la leyó, pero igual que sus hermanos es muy económico en sus juicios. "Está buena", me dijo. Hoy los tres están viviendo en Mercedes. Cada uno tiene su apartamento en el mismo terreno. Se los construí yo, a excepción de las terminaciones... ¿Los viajes? Me he metido en lugares insospechados con la Vulcan. Cierta vez quise entrar al obrador de Sierra de los Caracoles, para ver de cerca la instalación de los molinos de viento y no me dejaron entrar. Entonces di la vuelta por pueblo Edén, pregunté por un camino alternativo y me metí por el campo. Ahí anduve rodando, cruzando zanjones, hasta que llegué al alambrado que separaba el lugar de los molinos. Los tuve a metros de distancia y les tomé fotos. El tipo que antes me había negado la entrada se rio y me dejó pasar con la moto. No tuve que desandar por el campo. Di la vuelta, volví a pasar por pueblo Edén y entré, unos kilómetros mas adelante, en un camino que tenía un cartel que decía Cerro Verde. Era un camino de pasto y cuando llegué a un entronque a la derecha, decidí seguir y no doblar. Me encontré con un valle, con una cascadita, y ahí acampé dos días. Sin celular. Sin ver ni oír a nadie. Canté, reí, leí, lloré. Y escribí.
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Juan Estévez, tercera parte: La novela la fui escribiendo sin saber que lo sería. Sólo escribía. Y fue... Mi vida en Villa Soriano es de permanente asombro con las historias de vidas pasadas y actuales. Cada persona es un personaje. Cada personaje una personalidad. Macondo. Me metí y soy parte. Soy uno más, convertido ya en personaje. Es todo muy bucólico, lento. Vivo desde hace dos años en la orilla del río. Es un lugar alto y las crecientes comunes rodean la casa, pero me quedo. Un islote. La costa tiene juncos y sefardíes entre los cuales andan garzas, teritos de río, patos sirirí, chajáes. Se ve el muelle de madera de 200 metros de largo, aguas arriba, a dos cuadras. En verano atracan veleros argentinos. Pasan pescadores con sus chalanas naranjas y sus historias de contrabando. La historia nacional vive en casas viejas, en descendientes de Artigas, en el orgullo de sus pobladores por haber sido la única población bombardeada en abril de 1811, en represalia por el apoyo a Artigas y la resistencia victoriosa de negros esclavos e indios. Acá nació Trinidad Ladrón de Guevara Cuevas, hija de un titiritero, actriz de primera línea consagrada por sus roles de hombre, amante de Manuel Oribe, amante de Sarmiento cuando cruzó a Buenos Aires. Dejó tal huella entre los porteños que el Premio Municipal de Teatro de Buenos Aires lleva su nombre: Trinidad Guevara. ¡Hay tanto para contar! ¿Qué sentí con el Premio que me dieron por Entusiasmo sublime? Sentí que la vida es lucha. Que la persistencia trae satisfacciones. Y, por sobre todo, que les dí un motivo más de orgullo a mis vecinos queridos. A mis hermanos del barrio donde me crié. Y que llegué a tiempo para darle una alegría final a mi vieja, que murió pocos días después, con 82 años.
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